Sobre "Le Déjeuner sur l´herbe"
Sobre “Le Déjeuner sur l´herbe” de Manet se ha dicho que es a la vez un paisaje, un cuadro con figuras y un bodegón. Yo añadiría la boutade de que es un bodegón con gente o una naturaleza muerta viva. Por aquel entonces, si un artista pretendía presentarse al Salón de Paris, si quería ser selecionado y con opciones a competir era imprescindible presentar una obra de generosas proporciones, a ser posible que tratara un tema de enjundia: un argumento mitológico, piadoso, un asunto histórico, una alegoría; pero en ningún caso, un tema menor como un bodegón o un pasaje.
El escándalo que protagonizó el cuadro y el motivo por el que aterrizó en el Salon des Refusés se debió a que los protagonistas del cuadro eran individuos anónimos sin relato alguno y el desnudo gratuito de la mujer no se justificaba bajo la escusa de una escena mitológica; no era ninguna diosa, ni una ninfa, tan sólo una modelo que mira directamente al espectador como se mira en una sesión fotográfica.
Lo que “Le Déjeuner sur l´herbe” representa es un tableau vivant, o para ser más preciso, se trata de una pose que juega a reproducir una escena antes vista en un cuadro o estampa; algo así, como la Última Cena de los mendigos en Viridiana de Buñuel. Aquí, el lado escabroso o fuera de tono era representada por la despreocupada muchacha rodeada de individuos con atuendos contemporáneos, seguramente, gente de la bohemia. Todo esto, sin el encanto etnográfico de una merienda de mendigos de la pintura flamenca del XVII. La escena defraudaba porque resultaba perfectamente anodina, vulgar e indigna de acaparar el tema de un cuadro y colarse en el distiguido escenario de el “Salón” , la exposición anual de la Academia de Bellas Artes.
La clave estaba en el bodegón de la parte inferior izquierda. Se trata de viandas depositadas a medias sobre los vestidos de las bañistas y la hierba de la ribera. La ofrenda de frutas o alimentos aparece desde el antiguo Egipto a modo de ex-voto y es símbolo además de hospitalidad y abundancia. Si en el bodegón situado a los pies del protocubista Les Demoiselles d´Avignon de Picasso, el bodegón con frutas sugiere una ofrenda tentadora al ojo del espectador y es metáfora que complementa la oferta en carnes de las chicas del burdel, en el cuadro de Manet, en cambio, el bodegón sirve para dar pistas del acontecimiento que se desarrolla ante nuestros ojos y que no es ni más ni menos que un inocente picnic de unos domingueros a orillas del río. Sin adentrarme en una lectura sociológica, la escena ilustra como pocas la asunción de una clase media que tiene ya reglamentada su tiempo libre. De ahí que me parezca una nauraleza muerta viva, pues los protagonistas del cuadro funcionan no como sujetos que ejecutan una acción concreta sino como objetos pasivos organizados en una escena que se presta a la composición como en un arreglo floral o de frutas. Y esto es importante, porque supone la independencia radical del asunto pictórico al margen de un relato, ya sea religioso, literario, histórico o de representación social. Es pretendidamente anodino e insustancial porque el pintor y la pintura se están redescubriendo a sí mismos. Ya entrado el siglo XX, la predilección por el bodegón de los artistas cubistas se debió precisamente a querer neutralizar o disolver el tema para centrarse en especulaciones exclusivamente formales. El único propósito del cubismo se reduce a la investigación plástica, a la búsqueda insólita de una nueva objetividad y para llegar a esa conclusión el tema resultaba intrascendente, lo mismo daba una botella de anís del mono que una cabeza humana.
El invento del daguerrotipo fue de capital importancia para la historia de la pintura. Lo que apareció como una curiosidad o atracción de feria, tratada con desconfianza o desdén, luego como herramienta auxiliar del artista, más tarde como seria amenaza para el futuro de la profesión, terminó con ser un medio con un lenguaje propio y objetivos e intereses distintos. Hasta que el nuevo medio encontrara su lenguaje, la fotografía imitó a la pintura en la elección de temas, composiciones o arreglos e incluso en la imitacion de texturas y cualidades propias del dibujo o la pintura académica. Cuando las cámaras fotográficas se fueron haciendo más ligeras, pequeñas y accesibles al gran público la fotografía descubrió su propio ser que no es otro que captar el momento, la fijación de lo efímero o la documentación del instante. Y es a partir de ese momento cuando la pintura imita a la fotografía. Cuando Renoir pintó La balançoire ó Etude, torse, effet de soleil, ambos de 1876 un crítico de un periódico se horrorizó de las manchas claras y oscuras que poblaban la piel de la muchacha y lo calificó de cadáver en descomposición. Ma atrevo a pensar que Renoir llegó a esa solución tan realista, más tras la observación de fotografías que de la observación misma del natural. La fotografía certifica cómo se nos aparecen en realidad ante nuestros ojos las cosas. También Degas, fotógrafo amateur él mismo, recurre en sus cuadros de carreras de caballos, escenas de café o bailarinas, a composiciones donde frecuentemente las figuras quedan cortadas o incompletas en los bordes como en una instantánea fotográfica.
Así Manet, que fiel a la famosa definición de novela que dibujó Stendhal en Rojo y negro: “la novela es un espejo que se pasea por un ancho camino; tan pronto refleja el azul del cielo como el barro del camino”, propone que cualquier materia o asunto es digno de aparecer en un cuadro, desde una bella muchacha hasta un vagón del ferrocarril.
Si había algo que la fotografía aún no podía disputar a la pintura era el color y ésta ofrece además, frente a la nitidez y fría precisión del objetivo fotográfico, la sensualidad e indefinición de la materia pictórica. La pintura impresionista se identifica por la velocidad en la ejecución, necesaria para captar los efectos cambiantes o efímeros de la luz. Es por tanto, pintura pastosa, desecha, inacabada e inusualmente colorista y desde entonces constituye lo que por antonomasia entendemos por idiosincracia o lenguaje pictórico.
Pero sigamos con la elección del tema o motivo en la obra de Manet y por extension de la pintura impresionista. Se trata de una pintura que quiere abarcar a un gran público, ese gran público de la clase media incipiente. Es una pintura carente de pretensiones intelectuales, políticas o sociales. Sorprendentemente, a la clase media, esa pintura le parecía un horror, obra de incapaces o locos y sólo, una generación después, sucumbió a su atractivo hasta convertirse en fenómeno de masas y las obras fueron reproducidas hasta la saciedad en artículos de merchandising. Los temas y protagonistas de los cuadros impresionistas son los mismos a los que iban dirigidos, es decir, esa clase media alta que poblaban las grandes urbes: empresarios, profesiones liberales, funcionarios...ilustran su vida cotidiana, su ocio, su capacidad adquisitiva y su cosmopolitismo. Y es ese rechazo voluntario al catálogo de temas tradicionales, el origen verdadero de la modernidad, auténtico giro tanto en la forma como en el fondo.
En “Le Déjeuner “, aunque el francés recurre a una composición clásica copiada de la antigüedad, Manet la vacía de contenido y queda en mera pose, en parodia, y por tanto, en la negación misma de aquella. Que otros artistas posteriormente prosigan ese diálogo con el cuadro de Manet : Monet, Picasso, Jacquet, etc confirma mi sospecha que los artistas pintamos pensando más en los otros colegas artistas que en el público anónimo y sin rostro; se trata de medir nuestras fuerzas como en una berrea de ciervos.
¿Homenaje, diálogo, carrera de relevos....? Sea como sea, se puede constatar que el “tema o el asunto” en el fondo, es siempre la escusa, el punto de partida, necesario o prescindible y la forma, el “cómo”, la puesta en escena original, la mirada individual y única lo que verdaderamente importa cuando se trata del proceso creativo.
Pedro Morta Frutos
Berlin, Agosto 2020